Lleva ahí aparcado quince años
desde que el hijo mayor de Alfredo
se marchara a la guerra,
de la que no volvió nunca.
No tiene mal aspecto por fuera
aunque necesite una mano de pintura
y unas llantas brillantes,
lo que de veras le hace falta
es una tapicería nueva.
Dentro huele a polvo,
a cerrado, a viejo
abandonado.
Pero al girar la llave
y accionar el contacto,
el viejo motor se pone en marcha
con un inconfundible sonido
a maquinaria en forma,
un rugido propio del rey de la selva,
que ya lo quisieran para sí
esos pequeños animalitos esmaltados
que hoy corren por el asfalto.
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